¿Un padre sabio que conoce a su propio hijo?
La había visto crecer desde una pequeña nena acunada en sus brazos a una joven vibrante, su espíritu tan brillante como las luciérnagas que perseguía. Él conocía sus fortalezas, su resistencia, la fuerza tranquila que pulsaba debajo de su gentil exterior. Él vio el fuego en sus ojos, un destello de desafío que prometía la grandeza.
Sabía, con una certeza que se asentaba en sus huesos, que estaba destinada a algo extraordinario. Pero él también sabía que el camino que elegiría no estaría pavimentado con rosas. Sabía que ella tropezaría, le dolería, lloraría. Pero él también sabía que ella se elevaría, ella conquistaría, ella emergería más fuerte y más hermosa que nunca.
Y mientras la miraba, una ola de amor, una mezcla de orgullo y preocupación, lo arrastró. Sabía que no podía protegerla del mundo, pero podía amarla incondicionalmente, ser su ancla en la tormenta, su luz guía en la oscuridad. Su corazón se hinchó con una comprensión agridulce. Sabía que tenía que dejarla ir, para confiar en que ella encontraría su propio camino, su propio destino.
Su amor por Amelia, un amor que trascendió el tiempo y la comprensión, fue su mayor regalo, su mayor sabiduría. La conocía, no solo como su hija, sino como un alma, un espíritu con una capacidad infinita de crecimiento y cambio. Y él estaría allí, observando pacientemente, esperando, amoroso, hasta que ella, como las luciérnagas, encontró su propia forma de brillar.
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